/ viernes 30 de julio de 2021

¿La ciudad tiene género?

Clarissa Guzmán Fuentes

La ciudad tiene género y es masculino. La sociedad se rige por la división de roles de género, siendo el rol masculino al que se le asignan las tareas productivas. Estas se realizan en el espacio público y tienen una remuneración; en cambio, a nosotras se nos asigna el rol del cuidado, que no es pagado, es invisible y ocurre en el espacio privado.

El desarrollo urbano actual está inmerso en la dinámica del sistema capitalista, el cual se enfoca en crear ciudades funcionalistas, poniendo como eje principal las actividades productivas y dejando de lado las reproductivas, que son las labores que se relacionan principalmente con las tareas del cuidado de otras personas como familiares, hijos, pareja o padres, combinadas con acciones como hacer las compras, recoger a los niños, atenderlos, cuidar a un familiar enfermo. Estas actividades de reproducción cotidiana se desarrollan en el espacio privado y somos las mujeres quienes las absorbemos principalmente. A pesar de que las actividades reproductivas son clave fundamental para que las productivas sigan su curso, no se toman en cuenta porque no “generan” una ganancia física.

El espacio público es el lugar en donde se toman las decisiones, hay convivencia, encuentros y relaciones sociales, políticas y económicas. Sin embargo, analizar el espacio público desde el feminismo hace visible la diferencia de uso de la ciudad entre hombres y mujeres. El tener un cuerpo sexuado femenino condiciona la apropiación y uso de los espacios públicos, ya que a nosotras se nos socializa para creer que el espacio público es de riesgo, lo cual genera que no haya una apropiación de este y, por lo tanto, pertenezca a la dominación masculina. El miedo que existe a ser violentadas genera una serie de estrategias de supervivencia, como el no salir de noche, evitar las zonas poco iluminadas, elegir el tipo de ropa que usaremos e incluso salir acompañadas: todo ello crea una pérdida de autonomía. Son formas de usar el espacio determinadas por el miedo e inseguridad que nos atraviesan.

La configuración androcéntrica de la ciudad ha universalizado las experiencias de hombres y mujeres como si fuesen iguales. Sin embargo, la vida cotidiana de una mujer no es la misma que la de un hombre. Las mujeres realizan más de un viaje al día debido a las tareas de cuidado. Pongamos un ejemplo: una mujer trabajadora o madre de familia realiza un viaje a su trabajo, lleva a los hijos a la escuela o a la guardería, compra la comida, sale del trabajo y recoge a los hijos, si hay un familiar enfermo lo atiende, lleva a los hijos a actividades extracurriculares; a esto hay que agregar que también son susceptibles de ser violentadas durante estos trayectos, por lo que también toman rutas alternas para evitar espacios inseguros. En cambio, los hombres realizan solo un viaje: de la casa al trabajo y de regreso. Es importante mencionar que las mujeres en su mayoría realizan estas actividades a pie, a diferencia de los hombres que utilizan el automóvil para su trayecto. Esto permite abrir algunas preguntas de reflexión: ¿cuántas veces la ciudad no ha tenido el equipamiento suficiente para que las mujeres puedan circular? ¿La ciudad permite satisfacer las necesidades de las mujeres? Estas preguntas engloban diferentes factores que pueden ser tan simples como el acceso a un baño para cambiar una toalla menstrual, hasta ser acosadas por hombres o, incluso, ser asesinadas. La ciudad no está pensada para las mujeres, para infantes, ancianos o personas con discapacidad; está creada para el hombre heterosexual, blanco y funcional que pueda realizar las actividades productivas como lo marca el sistema neoliberal. Por lo tanto, es importante el reconocimiento de que las necesidades no son las mismas para la ciudadanía. La diversidad y la relevancia de que el espacio público cubra estas deficiencias es clave para materializar el derecho a la ciudad.

Clarissa Guzmán Fuentes

La ciudad tiene género y es masculino. La sociedad se rige por la división de roles de género, siendo el rol masculino al que se le asignan las tareas productivas. Estas se realizan en el espacio público y tienen una remuneración; en cambio, a nosotras se nos asigna el rol del cuidado, que no es pagado, es invisible y ocurre en el espacio privado.

El desarrollo urbano actual está inmerso en la dinámica del sistema capitalista, el cual se enfoca en crear ciudades funcionalistas, poniendo como eje principal las actividades productivas y dejando de lado las reproductivas, que son las labores que se relacionan principalmente con las tareas del cuidado de otras personas como familiares, hijos, pareja o padres, combinadas con acciones como hacer las compras, recoger a los niños, atenderlos, cuidar a un familiar enfermo. Estas actividades de reproducción cotidiana se desarrollan en el espacio privado y somos las mujeres quienes las absorbemos principalmente. A pesar de que las actividades reproductivas son clave fundamental para que las productivas sigan su curso, no se toman en cuenta porque no “generan” una ganancia física.

El espacio público es el lugar en donde se toman las decisiones, hay convivencia, encuentros y relaciones sociales, políticas y económicas. Sin embargo, analizar el espacio público desde el feminismo hace visible la diferencia de uso de la ciudad entre hombres y mujeres. El tener un cuerpo sexuado femenino condiciona la apropiación y uso de los espacios públicos, ya que a nosotras se nos socializa para creer que el espacio público es de riesgo, lo cual genera que no haya una apropiación de este y, por lo tanto, pertenezca a la dominación masculina. El miedo que existe a ser violentadas genera una serie de estrategias de supervivencia, como el no salir de noche, evitar las zonas poco iluminadas, elegir el tipo de ropa que usaremos e incluso salir acompañadas: todo ello crea una pérdida de autonomía. Son formas de usar el espacio determinadas por el miedo e inseguridad que nos atraviesan.

La configuración androcéntrica de la ciudad ha universalizado las experiencias de hombres y mujeres como si fuesen iguales. Sin embargo, la vida cotidiana de una mujer no es la misma que la de un hombre. Las mujeres realizan más de un viaje al día debido a las tareas de cuidado. Pongamos un ejemplo: una mujer trabajadora o madre de familia realiza un viaje a su trabajo, lleva a los hijos a la escuela o a la guardería, compra la comida, sale del trabajo y recoge a los hijos, si hay un familiar enfermo lo atiende, lleva a los hijos a actividades extracurriculares; a esto hay que agregar que también son susceptibles de ser violentadas durante estos trayectos, por lo que también toman rutas alternas para evitar espacios inseguros. En cambio, los hombres realizan solo un viaje: de la casa al trabajo y de regreso. Es importante mencionar que las mujeres en su mayoría realizan estas actividades a pie, a diferencia de los hombres que utilizan el automóvil para su trayecto. Esto permite abrir algunas preguntas de reflexión: ¿cuántas veces la ciudad no ha tenido el equipamiento suficiente para que las mujeres puedan circular? ¿La ciudad permite satisfacer las necesidades de las mujeres? Estas preguntas engloban diferentes factores que pueden ser tan simples como el acceso a un baño para cambiar una toalla menstrual, hasta ser acosadas por hombres o, incluso, ser asesinadas. La ciudad no está pensada para las mujeres, para infantes, ancianos o personas con discapacidad; está creada para el hombre heterosexual, blanco y funcional que pueda realizar las actividades productivas como lo marca el sistema neoliberal. Por lo tanto, es importante el reconocimiento de que las necesidades no son las mismas para la ciudadanía. La diversidad y la relevancia de que el espacio público cubra estas deficiencias es clave para materializar el derecho a la ciudad.