/ lunes 20 de septiembre de 2021

La experiencia psicoterapéutica y el feminismo

Julieta Mendoza Guzmán

Cuando hablamos de gesto clínico en una consulta, nos referimos a todos aquellos datos que nos guían entre muchas variables hacia una constante en la situación manifestada por la persona a través de síntomas físicos, emocionales o conductuales. Esta guía es la que justamente convierte a la consulta en una terapia, en un tratamiento.

En mi espacio de consulta, he encontrado una importante constante que se refiere a la experiencia sociológica de nuestra vivencia como mujeres, la cual incluyo como un gesto clínico mayor, pues aparece como un cuadro repetido, como un patrón contextual en las vidas de las mujeres sin el cual la observación y la comprensión quedarían incompletas: la herida ancestral de la autoestima, en nuestra condición de mujeres.

Una mujer en consulta psicoterapéutica tiene dos tareas por delante: sanar su historia personal y sanar su autoestima social. En algún punto, relacionar ambas y entender, de hecho, que gran parte de su vida personal está entrampada en los condicionamientos heredados de su contexto social, el cual es patriarcal, machista y misógino. No sería posible tratar una situación de violencia marital, o a una mujer llena de culpas ante sus hijos, o a una mujer que desea separarse y le ata lo económico, o a una adolescente que intentó suicidarse porque no le gusta su cuerpo, etc., sin encuadrarlas en la psicología social feminista, donde el origen está situado estructuralmente en entornos eminentemente patriarcales.

Así, cuando expreso la noción de herida ancestral me refiero al hecho de que una mujer, al momento de nacer, llega ya trazada por estigmas y conceptos donde su cuerpo mismo es tempranamente expropiado, es decir, no le pertenece y, además, es concebido como maltrecho. En términos de Octavio Paz, llega rajada, por una mujer rajada y el que se raja es cobarde, pierde. Se lesionan sus orejas para distinguirla, se le ponen vestidos para limitar sus movimientos, se le pide cerrar las piernas para negar su sexualidad, se le “embellece” al mantener la boca cerrada, se le aplaude su cualidad de servir sin ser retribuida. Las mujeres representamos el pecado de Eva y somos diseñadas bajo el ideal católico apostólico romano: la costilla del hombre, imagen y semejanza con la madre inmaculada que ha concebido negando el placer del cuerpo, enalteciendo el dolor como atributo del parto.

La lectura feminista, como teoría sociológica, debe incluirse en la comprensión psicoterapéutica de nuestras batallas como mujeres. La construcción de nuestra autoestima y, por ende, de nuestras circunstancias personales, implica un trabajo de deconstrucción respecto a todos estos autoconceptos intrínsecamente arraigados en el sistema patriarcal, que vienen doliendo desde el nacimiento mientras crecemos con la sensación de que algo no está bien con nosotras y que la vida no cede ante nuestros esfuerzos para abrirnos los brazos, acogernos, permitirnos ser y estar en integridad física, emocional, psicológica, social y económica.

Valga decir, pues, que conquistar el bienestar nos cuesta más a mujeres que a hombres. Sin embargo, en los últimos años en que el activismo feminista ha ganado voz y terreno, los hombres comienzan a descubrir que su formación machista ya no encaja con la realidad y entonces cada vez más hombres van a terapia, porque para ellos empieza a trazarse también una herida: la de la identidad. Y ahora los encontramos sin saber quiénes son y cómo comportarse frente a la deconstrucción de las mujeres. Al contexto de un hombre que no sabe qué hacer en su relación si ella no está siempre disponible o al de un joven asustado que no distingue entre conquista y acoso, debe entendérseles también desde la formación nociva de su masculinidad en el mismo sistema patriarcal.

En conclusión, creo que un buen trabajo terapéutico está incompleto sin situar a la persona en las condiciones sociológicas que le acucian y éstas están causalmente ligadas a la lucha feminista. Masculinidades y feminidades obsoletas por igual. La crisis en los roles de género está manifestándose en las historias personales. La propuesta es invitarnos como psicoterapeutas a formarnos y adentrarnos en las teorías de género para completar la observación clínica. A una buena terapia subyace una visión antropológica y sociológica, no sólo una serie de técnicas o baterías a aplicar y, ¡por supuesto!, con los graduados y actualizados lentes morados del feminismo.

Julieta Mendoza Guzmán

Cuando hablamos de gesto clínico en una consulta, nos referimos a todos aquellos datos que nos guían entre muchas variables hacia una constante en la situación manifestada por la persona a través de síntomas físicos, emocionales o conductuales. Esta guía es la que justamente convierte a la consulta en una terapia, en un tratamiento.

En mi espacio de consulta, he encontrado una importante constante que se refiere a la experiencia sociológica de nuestra vivencia como mujeres, la cual incluyo como un gesto clínico mayor, pues aparece como un cuadro repetido, como un patrón contextual en las vidas de las mujeres sin el cual la observación y la comprensión quedarían incompletas: la herida ancestral de la autoestima, en nuestra condición de mujeres.

Una mujer en consulta psicoterapéutica tiene dos tareas por delante: sanar su historia personal y sanar su autoestima social. En algún punto, relacionar ambas y entender, de hecho, que gran parte de su vida personal está entrampada en los condicionamientos heredados de su contexto social, el cual es patriarcal, machista y misógino. No sería posible tratar una situación de violencia marital, o a una mujer llena de culpas ante sus hijos, o a una mujer que desea separarse y le ata lo económico, o a una adolescente que intentó suicidarse porque no le gusta su cuerpo, etc., sin encuadrarlas en la psicología social feminista, donde el origen está situado estructuralmente en entornos eminentemente patriarcales.

Así, cuando expreso la noción de herida ancestral me refiero al hecho de que una mujer, al momento de nacer, llega ya trazada por estigmas y conceptos donde su cuerpo mismo es tempranamente expropiado, es decir, no le pertenece y, además, es concebido como maltrecho. En términos de Octavio Paz, llega rajada, por una mujer rajada y el que se raja es cobarde, pierde. Se lesionan sus orejas para distinguirla, se le ponen vestidos para limitar sus movimientos, se le pide cerrar las piernas para negar su sexualidad, se le “embellece” al mantener la boca cerrada, se le aplaude su cualidad de servir sin ser retribuida. Las mujeres representamos el pecado de Eva y somos diseñadas bajo el ideal católico apostólico romano: la costilla del hombre, imagen y semejanza con la madre inmaculada que ha concebido negando el placer del cuerpo, enalteciendo el dolor como atributo del parto.

La lectura feminista, como teoría sociológica, debe incluirse en la comprensión psicoterapéutica de nuestras batallas como mujeres. La construcción de nuestra autoestima y, por ende, de nuestras circunstancias personales, implica un trabajo de deconstrucción respecto a todos estos autoconceptos intrínsecamente arraigados en el sistema patriarcal, que vienen doliendo desde el nacimiento mientras crecemos con la sensación de que algo no está bien con nosotras y que la vida no cede ante nuestros esfuerzos para abrirnos los brazos, acogernos, permitirnos ser y estar en integridad física, emocional, psicológica, social y económica.

Valga decir, pues, que conquistar el bienestar nos cuesta más a mujeres que a hombres. Sin embargo, en los últimos años en que el activismo feminista ha ganado voz y terreno, los hombres comienzan a descubrir que su formación machista ya no encaja con la realidad y entonces cada vez más hombres van a terapia, porque para ellos empieza a trazarse también una herida: la de la identidad. Y ahora los encontramos sin saber quiénes son y cómo comportarse frente a la deconstrucción de las mujeres. Al contexto de un hombre que no sabe qué hacer en su relación si ella no está siempre disponible o al de un joven asustado que no distingue entre conquista y acoso, debe entendérseles también desde la formación nociva de su masculinidad en el mismo sistema patriarcal.

En conclusión, creo que un buen trabajo terapéutico está incompleto sin situar a la persona en las condiciones sociológicas que le acucian y éstas están causalmente ligadas a la lucha feminista. Masculinidades y feminidades obsoletas por igual. La crisis en los roles de género está manifestándose en las historias personales. La propuesta es invitarnos como psicoterapeutas a formarnos y adentrarnos en las teorías de género para completar la observación clínica. A una buena terapia subyace una visión antropológica y sociológica, no sólo una serie de técnicas o baterías a aplicar y, ¡por supuesto!, con los graduados y actualizados lentes morados del feminismo.