/ jueves 25 de octubre de 2018

Mi ciudad

Estefanía Riveros Figueroa

En esta ciudad impera la supervivencia del que sepa tres habilidades fundamentales: dominar el arte de pisar-brincar-correr, desarrollar el súper-poder de comer parado, y tercero, estar en santidad cada domingo. Quien reúne estos tres conocimientos matizados por la indolencia, no sufre en mi ciudad.

Por ejemplo, quien sabe pisar, difícilmente se tropezará con las banquetas malhechas, los alambres y tirantes de los postes de luz clavados en el suelo, así como las rampas de las cocheras y de discapacitados que salpican el paisaje urbano. También hay que saber brincar para poder subirse al transporte público donde se le antoje y bajarse donde pueda, de “a brinquito” para no meter el pie en el tremendo surco que se hace entre el asfalto y la banqueta y debe saber correr con un ojo viendo a la calle que cruza y con el otro viendo hacia el frente para no chocar.

Verás lector, es que vivo en una ciudad donde las calles están repletas de hoyos que entorpecen el tráfico y generan accidentes viales, donde la gente llega a su trabajo tarde y estresada de conducir por la misma razón. Una ciudad donde los peatones se cruzan por debajo de los puentes y los coches hacen malabarismos para evitar zanjas, autos en doble fila, baches, topes y gente cruzando.

Sumado a lo anterior, el asfalto de mi ciudad tiene bordes filosos que ponchan llantas y no siempre está debidamente pintado con líneas que delimiten los carriles o franjas amarillas que permitan distinguir dónde está la banqueta o el camellón. Los señalamientos y los semáforos suelen estar cubiertos por las copas de los árboles y las plantas en los camellones obstaculizan la vista tanto para conductores como para peatones que desean cruzar.

Es una ciudad que se ve aquejada por la suciedad, la flojera, la indolencia y la corrupción. No existe rumbo, calle o vecindario alguno donde no haya por lo menos un bache y una esquina con basura apilada. Las vías rápidas dejan de serlo por los tramos enteros de cráteres que impiden conducir decentemente y ni hablar de las ambulancias que no pueden llegar a atender las emergencias, ya sea por bloqueos de marchas, hoyos de proporciones gigantescas o tráfico causado por tantas y tantas causas.

Con respecto de la higiene, es una ciudad donde los botes de basura son casi inexistentes y la gente es floja y arroja los desechos a las banquetas y al río, ocasionando que las coladeras se tapen y del río emanen olores desagradables y perjudiciales para la salud. Hace unos cuantos días el río se desbordó e inundó gran parte de la ciudad, misma que al día de hoy cuenta con zonas bajo el agua altamente contaminada, lo cual podría generar una epidemia de enfermedades gastrointestinales en poco tiempo, pero mientras tanto la gente sigue comiendo en las esquinas.

Cada mañana es común ver gente desayunando tamales callejeros y atole hirviendo y cenando en la noche en puestos de comida nómadas colocados al lado de coladeras malolientes y perros hambrientos alrededor, como si fuera requisito obligatorio que los tacos se deben comer de pie, con la servilleta arrugada entorno al refresco y parado arriba de un charco de dudosa procedencia.

Para finalizar la semana tras ejercitar la paciencia a niveles divinos, los domingos se cierra con broche de oro la piadosa actitud de soportar lo vivido en la semana, porque en mi ciudad cierran el carril central de una de las avenidas más importantes, así como su Centro Histórico por alrededor de cuatro horas para generar competencias de ciclismo y una alternativa de esparcimiento. Cierran calles que desfogan gran flujo de tráfico, mientras que los complejos deportivos para tal fin están en el abandono.

Los encargados de cerrar estas vialidades no informan a los foráneos de vías alternas e impiden el paso con cintas policiales chuecas y apenas visibles, además de vallas de metal que no pueden sostenerse por sí solas, por lo que las soportan con piedras sacadas de quién sabe dónde, reforzando el estereotipo del mexicano “manitas” que improvisa y resuelve las cosas, pero no siempre bajo estándares seguros.

Pues así es la vida en mi ciudad, y el domingo, después de sobrevivir a los baches, las marchas, los coches endemoniados y los tacos de salmonela, los ciudadanos se redimen arriba de una bicicleta. (F)

Estefanía Riveros Figueroa

En esta ciudad impera la supervivencia del que sepa tres habilidades fundamentales: dominar el arte de pisar-brincar-correr, desarrollar el súper-poder de comer parado, y tercero, estar en santidad cada domingo. Quien reúne estos tres conocimientos matizados por la indolencia, no sufre en mi ciudad.

Por ejemplo, quien sabe pisar, difícilmente se tropezará con las banquetas malhechas, los alambres y tirantes de los postes de luz clavados en el suelo, así como las rampas de las cocheras y de discapacitados que salpican el paisaje urbano. También hay que saber brincar para poder subirse al transporte público donde se le antoje y bajarse donde pueda, de “a brinquito” para no meter el pie en el tremendo surco que se hace entre el asfalto y la banqueta y debe saber correr con un ojo viendo a la calle que cruza y con el otro viendo hacia el frente para no chocar.

Verás lector, es que vivo en una ciudad donde las calles están repletas de hoyos que entorpecen el tráfico y generan accidentes viales, donde la gente llega a su trabajo tarde y estresada de conducir por la misma razón. Una ciudad donde los peatones se cruzan por debajo de los puentes y los coches hacen malabarismos para evitar zanjas, autos en doble fila, baches, topes y gente cruzando.

Sumado a lo anterior, el asfalto de mi ciudad tiene bordes filosos que ponchan llantas y no siempre está debidamente pintado con líneas que delimiten los carriles o franjas amarillas que permitan distinguir dónde está la banqueta o el camellón. Los señalamientos y los semáforos suelen estar cubiertos por las copas de los árboles y las plantas en los camellones obstaculizan la vista tanto para conductores como para peatones que desean cruzar.

Es una ciudad que se ve aquejada por la suciedad, la flojera, la indolencia y la corrupción. No existe rumbo, calle o vecindario alguno donde no haya por lo menos un bache y una esquina con basura apilada. Las vías rápidas dejan de serlo por los tramos enteros de cráteres que impiden conducir decentemente y ni hablar de las ambulancias que no pueden llegar a atender las emergencias, ya sea por bloqueos de marchas, hoyos de proporciones gigantescas o tráfico causado por tantas y tantas causas.

Con respecto de la higiene, es una ciudad donde los botes de basura son casi inexistentes y la gente es floja y arroja los desechos a las banquetas y al río, ocasionando que las coladeras se tapen y del río emanen olores desagradables y perjudiciales para la salud. Hace unos cuantos días el río se desbordó e inundó gran parte de la ciudad, misma que al día de hoy cuenta con zonas bajo el agua altamente contaminada, lo cual podría generar una epidemia de enfermedades gastrointestinales en poco tiempo, pero mientras tanto la gente sigue comiendo en las esquinas.

Cada mañana es común ver gente desayunando tamales callejeros y atole hirviendo y cenando en la noche en puestos de comida nómadas colocados al lado de coladeras malolientes y perros hambrientos alrededor, como si fuera requisito obligatorio que los tacos se deben comer de pie, con la servilleta arrugada entorno al refresco y parado arriba de un charco de dudosa procedencia.

Para finalizar la semana tras ejercitar la paciencia a niveles divinos, los domingos se cierra con broche de oro la piadosa actitud de soportar lo vivido en la semana, porque en mi ciudad cierran el carril central de una de las avenidas más importantes, así como su Centro Histórico por alrededor de cuatro horas para generar competencias de ciclismo y una alternativa de esparcimiento. Cierran calles que desfogan gran flujo de tráfico, mientras que los complejos deportivos para tal fin están en el abandono.

Los encargados de cerrar estas vialidades no informan a los foráneos de vías alternas e impiden el paso con cintas policiales chuecas y apenas visibles, además de vallas de metal que no pueden sostenerse por sí solas, por lo que las soportan con piedras sacadas de quién sabe dónde, reforzando el estereotipo del mexicano “manitas” que improvisa y resuelve las cosas, pero no siempre bajo estándares seguros.

Pues así es la vida en mi ciudad, y el domingo, después de sobrevivir a los baches, las marchas, los coches endemoniados y los tacos de salmonela, los ciudadanos se redimen arriba de una bicicleta. (F)

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