/ lunes 20 de junio de 2022

Que todas las noches sean noches de brujas

En estos días de brujas y espantos, he tenido un acercamiento afortunado con la Historia gracias al israelí Yuval Noah Harari, quien ha hecho palpable en mi cotidianidad aquella máxima que reza que aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla.

En su libro De animales a dioses, Harari narra de manera didáctica y elocuente el proceso de institucionalización de las religiones, especialmente las judeocristianas. El historiador argumenta que uno de los saltos significativos en el devenir de la humanidad es el surgimiento y consolidación de las religiones monoteístas. De manera muy resumida sostiene que, al estar convencidos de que existía un sólo dios en lugar de muchos, los monoteístas abrieron una caja de Pandora de donde brotó, voraz, la intolerancia. Si dios es uno, es obvio que se trata del mío y que los tuyos no son más que ídolos paganos que atentan contra el reinado omnipotente del verdadero y único. Es necesario entonces convertirte a mi religión, que es la correcta.

Las religiones politeístas no tenían este problema. Cada cual se encomendaba a la diosa o al dios más conveniente, o más simpático, o más capaz para atender una determinada situación. El dios de la lluvia nada tenía que envidiarle a la diosa de la muerte, o al dios del sol, o a la diosa de la fertilidad. Causas hay muchas y cada quien tenía su especialidad. Pero al llegar la idea de que un único ente celestial era suficiente para dar trámite a todas las inquietudes, necesidades y temores humanos, la diversidad fue aplastada y tachada de infiel, hereje e idólatra. No olvidemos, dice Harari, que las únicas religiones misioneras han sido las monoteístas.

Tomando estos argumentos como base, es fácil comprender por qué los católicos de la Edad Media perseguían y quemaban brujas. Aunque la historia –siempre narrada por los vencedores– las representa como seres malévolos y misteriosos, estas brujas no eran más que mujeres letradas y versadas en diferentes artes y oficios, que o bien estaban tradicionalmente vedados para nosotras, o bien se contraponían al monoteísmo reinante. Eran médicas, curanderas y sabias; conocían de los ciclos naturales y de los astros; eran expertas en herbolaria y química; leían y escribían; hablaban varios idiomas y, seguramente también, invocaban deidades diferentes al dios cristiano. Antes del advenimiento de las religiones monoteístas no eran motivo de sospecha ni persecución; por el contrario, se les respetaba y honraba como personajes ilustres de sus comunidades.

¿Cuándo perdimos las mujeres nuestra autonomía y capacidad de decisión? ¿Cuándo fue que, aquellas que no cumplimos con los mandatos, fuimos tachadas de brujas y locas? El monoteísmo no sólo trajo la idea de que el dios era uno y único, sino también la noción de que el hombre es el molde y medida de todas las cosas. Creado a su imagen y semejanza, dicen. Junto con la diversidad de dioses y creencias, el monoteísmo aniquiló la igualdad entre los sexos. Las mujeres, sin más, nos convertimos en seres inferiores y bajo la tutela de los varones.

¿Por qué a pesar de poder ser libres, o al menos anhelar serlo, existen mujeres que dicen que las feministas "no las representamos"? ¿Por qué prefieren vivir vidas a medias, restringidas a roles de género que las ubican en posiciones necesariamente inferiores y sometidas a la voluntad de los varones?

Simone de Beauvoir tenía razón cuando dijo que el opresor no sería tan fuerte si no tuviera aliados entre los propios oprimidos. Dichas mujeres, creyendo que expresan su voluntad, en términos de Michel Foucault son habladas por un discurso que las sobaja, las desprecia y las cosifica: las convierte en meros receptáculos para hacer bebés, en sirvientas de sus esposos, en esclavas de un sistema que les niega cotidianamente posibilidades de decisión y libertad. Las reduce a seres vivos, negándoles toda posibilidad de aspirar a ser personas. Y eso, *inserte fanfarrias aquí*, es precisamente contra lo que luchamos las feministas. Porque colectivamente hemos analizado y teorizado sobre cómo las sociedades occidentales han sido construidas.

Porque sabemos que hay otras maneras de existir y habitar este planeta. Porque preferimos ser llamadas brujas que vivir vidas truncas, dictadas por voluntades ajenas. Porque conocemos la historia y nos negamos a repetirla.

En estos días de brujas y espantos, he tenido un acercamiento afortunado con la Historia gracias al israelí Yuval Noah Harari, quien ha hecho palpable en mi cotidianidad aquella máxima que reza que aquel que no conoce su historia está condenado a repetirla.

En su libro De animales a dioses, Harari narra de manera didáctica y elocuente el proceso de institucionalización de las religiones, especialmente las judeocristianas. El historiador argumenta que uno de los saltos significativos en el devenir de la humanidad es el surgimiento y consolidación de las religiones monoteístas. De manera muy resumida sostiene que, al estar convencidos de que existía un sólo dios en lugar de muchos, los monoteístas abrieron una caja de Pandora de donde brotó, voraz, la intolerancia. Si dios es uno, es obvio que se trata del mío y que los tuyos no son más que ídolos paganos que atentan contra el reinado omnipotente del verdadero y único. Es necesario entonces convertirte a mi religión, que es la correcta.

Las religiones politeístas no tenían este problema. Cada cual se encomendaba a la diosa o al dios más conveniente, o más simpático, o más capaz para atender una determinada situación. El dios de la lluvia nada tenía que envidiarle a la diosa de la muerte, o al dios del sol, o a la diosa de la fertilidad. Causas hay muchas y cada quien tenía su especialidad. Pero al llegar la idea de que un único ente celestial era suficiente para dar trámite a todas las inquietudes, necesidades y temores humanos, la diversidad fue aplastada y tachada de infiel, hereje e idólatra. No olvidemos, dice Harari, que las únicas religiones misioneras han sido las monoteístas.

Tomando estos argumentos como base, es fácil comprender por qué los católicos de la Edad Media perseguían y quemaban brujas. Aunque la historia –siempre narrada por los vencedores– las representa como seres malévolos y misteriosos, estas brujas no eran más que mujeres letradas y versadas en diferentes artes y oficios, que o bien estaban tradicionalmente vedados para nosotras, o bien se contraponían al monoteísmo reinante. Eran médicas, curanderas y sabias; conocían de los ciclos naturales y de los astros; eran expertas en herbolaria y química; leían y escribían; hablaban varios idiomas y, seguramente también, invocaban deidades diferentes al dios cristiano. Antes del advenimiento de las religiones monoteístas no eran motivo de sospecha ni persecución; por el contrario, se les respetaba y honraba como personajes ilustres de sus comunidades.

¿Cuándo perdimos las mujeres nuestra autonomía y capacidad de decisión? ¿Cuándo fue que, aquellas que no cumplimos con los mandatos, fuimos tachadas de brujas y locas? El monoteísmo no sólo trajo la idea de que el dios era uno y único, sino también la noción de que el hombre es el molde y medida de todas las cosas. Creado a su imagen y semejanza, dicen. Junto con la diversidad de dioses y creencias, el monoteísmo aniquiló la igualdad entre los sexos. Las mujeres, sin más, nos convertimos en seres inferiores y bajo la tutela de los varones.

¿Por qué a pesar de poder ser libres, o al menos anhelar serlo, existen mujeres que dicen que las feministas "no las representamos"? ¿Por qué prefieren vivir vidas a medias, restringidas a roles de género que las ubican en posiciones necesariamente inferiores y sometidas a la voluntad de los varones?

Simone de Beauvoir tenía razón cuando dijo que el opresor no sería tan fuerte si no tuviera aliados entre los propios oprimidos. Dichas mujeres, creyendo que expresan su voluntad, en términos de Michel Foucault son habladas por un discurso que las sobaja, las desprecia y las cosifica: las convierte en meros receptáculos para hacer bebés, en sirvientas de sus esposos, en esclavas de un sistema que les niega cotidianamente posibilidades de decisión y libertad. Las reduce a seres vivos, negándoles toda posibilidad de aspirar a ser personas. Y eso, *inserte fanfarrias aquí*, es precisamente contra lo que luchamos las feministas. Porque colectivamente hemos analizado y teorizado sobre cómo las sociedades occidentales han sido construidas.

Porque sabemos que hay otras maneras de existir y habitar este planeta. Porque preferimos ser llamadas brujas que vivir vidas truncas, dictadas por voluntades ajenas. Porque conocemos la historia y nos negamos a repetirla.