El pasado 13 de abril falleció la pintora y escultora Joy Laville. Vivió 94 años. Alguien podría argumentar que fue una vida prolífica, yo tendría que agregar que fueron décadas de una producción artística sublime, tanto a los sentidos, como al intelecto: de obras con una presencia sutil, pero plenas de revelaciones inesperadas; siempre dando pie a una reflexión gozosa. Joy nos llegó del Reino Unido.
De una isla, para ser más precisos. Yo creo que vino a México buscando la felicidad y, ciertamente, la encontró en San Miguel de Allende cuando se enamoró del escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia (1928-1983); ellos tuvieron una historia de amor que rebasó los límites que nos marca la presencia física. Pero Joy Laville fue, además, una gran pintora.
Y no quisiera dejar pasar esto por alto. Dicen que era autodidacta, yo estoy convencido que era sabia por intuición. Supo desarrollar un estilo tan personal e inequívoco en el arte mexicano, que no se le puede comprar con ningún artista de estos lugares. Sin duda que tuvo influencias, admiraba a muchos pintores y ya compararla con Henri Matisse, me parece de lugar común. Para mi ella era mucho más sofisticada de lo que los lectores pudieran imaginarse. Tenía, por ejemplo, un sentido innato de la composición: le encontraba, la cuadratura, al más perfecto círculo.
El equilibrio en sus obras eran simplemente notable. No les faltaba, ni le sobraba, nada. Todos los elementos en sus cuadros parecían sostenidos con alfileres de fragilidad, pero esto no era cierto; era tan certera en su elección, que esto se transfería en una solidez elemental y extraordinaria.
Desde la primera vez que vi un cuadro suyo, en 1988, supe que estaba frente a un artista excepcional. Cuando en los años sesenta se estaba buscando un nuevo paradigma para la pintura en México y los artistas se debatían entre una “cortina de nopal”, según José Luis Cuevas, y posturas de Ruptura, según algunos críticos de arte, aparece Joy Laville con sus pasteles, de pequeño formato, y es seleccionada para el Salón de Confrontación 66, organizado por el Instituto Nacional de Bellas Artes para mostrar los avances de la nueva pintura en México; quedando, reconocido, el lugar indiscutible de Joy en el panorama del arte mexicano, de la segunda mitad del siglo XX.
Empero, el conjunto del trabajo de Joy Laville pertenece a una dimensión de lo íntimo y lo poético, que se oculta entre lo cotidiano. Su pintura nos plantea fascinantes coincidencias con la vida, por que está hecha de esos momentos, breves, pero ciertos, donde se nos revela la felicidad de la existencia; de aquellos momentos fugaces como cuando un bouquet de flores nos resuelva la armonía con la naturaleza; o cuando descubrimos que tenemos motivos, de sobra, para estar contentos, con el simple reflejo de nuestra imagen ante un espejo.
La pintura de Joy Laville tiene esa increíble capacidad de recordarnos el gozo de estar vivos, de ser amados, de caminar en compañía y que más bien, está conformada por instantes. Yo creo que la relación que tuvo Joy Laville con Jorge Ibargüengoitia debió de ser tan plena, tan dichosa, que la marcó para el resto de sus días y que a pesar de que Ibargüengoitia se marchó antes que ella, por una mala jugada del destino, Joy continuó sus días llena de esos instantes de felicidad que tuvo junto a él; que los aquilató entrañablemente, y que nos los recordaba en cada una de sus composiciones, sobre todo en los últimos años.
Vamos a extrañar a Joy Laville, y yo nuestras conversaciones en un witty inglés, pero nos quedan sus cuadros, dibujos y pasteles, para recordarnos con colores diáfanos y composiciones impecables, que la vida esta conformada, precisamente, de esos instantes de felicidad que seamos capaces de construir. Gracias Joy. Descansa en Paz junto a Jorge.