Muchos años después, sentado frente al escritorio donde redactaría sus memorias —mismas que titularía Vivir para contarla—, el padre del realismo mágico, Gabriel García Márquez (1927-2014), recordaría las veces que, cuando niño, su abuelo Papaleo lo llevaba al cine Olympia a ver películas de vaqueros.
Y es que el séptimo arte fue una de las grandes pasiones que sumó a su amplio trabajo escritural, ya fuera como crítico en publicaciones periódicas, guionista, o como maestro, tallerista, mecenas y también autor que cedía los derechos de sus obras para adaptaciones cinematográficas.
De hecho, estudió la carrera de cine en el Centro Sperimetale di Cinematografía, en Roma, en los años cincuenta, para luego realizar adaptaciones para cintas como “El gallo de oro” (1964), con argumento de Juan Rulfo, y “Patsy mi amor” (1968), basada en un cuento de Salvador Elizondo. Trabajó en los guiones de “Tiempo de morir” (1966), de Arturo Ripsten, junto a Carlos Fuentes, y “En este pueblo no hay ladrones” (1965), bajo la dirección de Alberto Isaac.
Algunas de sus obras literarias fueron llevadas a las pantallas, corriendo con mayor o menor suerte ante los ojos de la crítica, aunque sin mucho éxito comercial: “Crónica de una muerte anunciada”, “El amor en los tiempos del cólera”, “Memorias de mis putas tristes” y “El coronel no tiene quien le escriba”. Parte del valor de estas películas también radica en que son el vivo ejemplo del modo en que García Márquez se mostró abierto a la idea de llevar sus palabras al mundo de las imágenes en movimiento.
Tal y como fue cuando el cineasta japonés Akira Kurosawa dijo estar interesado en hacer una adaptación de “El otoño del patriarca” y Gabo le contestó positivamente, después de una cena que tuvieron en Nueva York. Habría sido genial, pero lamentablemente, este proyecto, ambientado en el contexto del Japón Medieval, nunca se llevó a cabo por falta de financiamiento.
Sin embargo, hubo una obra que en vida Gabriel García Márquez nunca quiso que fuera llevada al cine: su novela cumbre, “Cien años de soledad”, publicada en 1967. Hay quienes mencionan que los motivos del escritor se basaban en que los acontecimientos narrados en el libro implicaban una gran complejidad técnica por su lenguaje, otros porque la estructura episódica y dimensión de la novela se prestaba más para una serie.
Pero lo único realmente certero es que el mismo Gabo dejó en palabras la razón por la cual no quería que se llevara a cabo ese proyecto, en una columna que redactó para el diario “El País”, publicada en 1982, nueve meses antes de que fuera galardonado con el Premio Nobel de Literatura. Un texto en el que el creador de “Macondo” aclara cómo fue que rechazó la oferta de Anthony Quinn, quien le ofreció un millón de dólares por los derechos para cine. El actor mexicoestadounidense, había declarado que el novelista no quería vender la obra y menos que se hiciera público, porque “era un comunista”.
Lo que en realidad le dijo el escritor de los “Doce cuentos peregrinos”, fue que él sí le vendería los derechos, pero por dos millones, con una condición: que uno de ellos fuera destinado “para la revolución en América Latina”. Declaración fuerte, pues eran tiempos de la Guerra Fría —el Muro de Berlín aún no caería sino hasta 1989— además de que varios países latinoamericanos aún se encontraban bajo dictaduras militares.
En la columna, García Márquez se dedica a enlistar algunas de las veces en que productores y directores internacionales le propusieron o insinuaron hacer adaptaciones de obras suyas, sin concretar nada, sobre todo después del boom, que significó para su carrera y el mundo “Cien años de soledad”. Uno de esos casos fue el de Billy Friedkin, director y productor de “El Exorcista”, quien también le ofreció realizar “El otoño del patriarca”, pero al final le canceló todo.
Y aquí es donde el escritor confiesa su verdadera razón: “Con todo, mi reticencia […] no se funda en la extravagancia de los productores. Se debe a mi deseo de que la comunicación con mis lectores sea directa, mediante las letras que yo escribo para ellos, de modo que ellos se imaginen a los personajes como quieran, y no con la cara prestada de un actor en la pantalla. Anthony Quinn, con todo y su millón de dólares, no será nunca para mí ni para mis lectores el coronel ‘Aureliano Buendía’”.
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Años después, en 1987, García Márquez volvería a recordar su negativa de llevar al cine su obra maestra, durante un taller que brindó en la Escuela Internacional de Cine y Televisión en San Antonio de Los Baños, Cuba, repitiendo el mismo argumento. Este hecho es digno de recordarse, porque al ser un taller —que quedó transcrito en el libro “La bendita manía de contar”— el narrador también explicó a sus talleristas su visión sobre las diferencias entre el consumo de cine y de literatura.
“Yo creo que quien lee una novela es más libre que quien ve una película. El lector de novelas se imagina las cosas como quiere, rostros, ambientes, paisajes… mientras que el espectador de cine o el televidente no tiene más remedio que aceptar la imagen que le muestra la pantalla, en un tipo de comunicación tan impositiva que no deja margen a las opciones personales”, dijo el autor.