Mujer tenías que ser…

Mi nombre es Adriana, Paloma, Velvet. Soy Mayra, Elizabeth, Reyna o Daniela. Tengo 6, 14, 28, 40 o cien años. Esta es una narración a mil voces. Las de todas las que compartimos pesares y dudas, temores, fobias y que hoy podemos gritar aquello que nos violenta día con día

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  · domingo 25 de noviembre de 2018

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No es normal ni tolerable

Garantizar los derechos humanos de las mujeres y las niñas es trabajo de todas y de todos.

Una de cada 3 mujeres en el mundo ha sufrido violencia física y/o sexual a lo largo de su vida. En México, al menos 6 de cada 10 mujeres ha enfrentado un incidente de violencia; 41.3% de las mujeres ha sido víctima de violencia sexual y, en su forma más extrema, 9 mujeres son asesinadas al día.

Hoy 25 de noviembre se conmemora el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres y la campaña naranja de la ONU “Únete para poner fin a la violencia contra las mujeres y las niñas”, en este marco las Naciones Unidas hacen un llamado al gobierno, a las instituciones públicas y privadas y a toda la sociedad en su conjunto, a seguir comprometiéndose y a sumar esfuerzos para implementar acciones encaminadas a prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia que viven millones de mujeres y niñas.

Mujer tenías que ser…

“Tenías que ser vieja". Me lo han dicho miles de veces por un error al conducir, por no contar con la fuerza suficiente para abrir un recipiente o por la opinión que tengo ante cualquier situación de la vida. Bueno, pero también me han dicho "guapa", "sexy", "güerita", cuando piensan que me halagan ante la libertad que sienten para opinar sobre mi apariencia, pero en realidad me infunden asco, vergüenza, pena, me vuelven un objeto, y eso si no llegan a más y se sienten con el derecho a poseerme y buscan la manera de sentir, cuando menos, un roce con mi cuerpo. Aún recuerdo a quienes me observaban debajo de las escaleras. Si me quejaba, era una llorona; y si no, una cualquiera. Si toleraba, soy simpática y buena onda, y si no, una bruja amargada.

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Deben pensar que una nalgada no tendría que hacerme sentir mal, que mis manos temblando de rabia e impotencia son cosa mía, que las palabras y actos se normalizaron y entonces yo soy quien está mal.

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En el transporte público los toqueteos, arrimones y miradas lascivas me hacen pensar incluso en asesinatos y desapariciones. Usar ropa ajustada o corta ha ido quedando fuera de mis opciones, aún a 40 grados centígrados. No, mejor prevenir, mis mejores amigos son los jeans, una playera o blusa preferentemente sin escote y calzado deportivo. Cuando es posible no me expongo de más ante desconocidos.

No obstante, aún con las personas que conozco he tenido problemas cuando me porto de forma amable, cordial. Deben pensar que me les ofrezco.

"Deja de inventar cosas", respondió mi maestra de quinto grado de primaria cuando dije que no me gustaba la forma en la que un miembro de mi familia me miraba, me tocaba, me hablaba. "Es mejor ignorarlos", dijo mi madre cuando le confesé que un compañero de escuela me tocó bajo el uniforme escolar.

Desde niña reconocí la forma en la que los hombres veían a mi madre, la manera en la que le hablaban, le gritaban y chiflaban desde su automóvil. Luego ocupé su lugar.

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Apenas a los seis años un adulto mayor, que acostumbraba tomar el sol sentado bajo un árbol, al que todos conocíamos en mi colonia, me preguntó a dónde iba; contesté con la inocencia de una niña pues no me pareció extraño y me acerqué. Metió su mano en mi short, bajo la falda de mi uniforme. No supe qué hacer y me paralicé. El hecho me convirtió a los ojos de sus familiares y vecinos en una puta… sí, una de seis años, la cual lo había provocado con sus faldas muy cortitas.

Luego de eso me enseñaron a no bajar la cabeza, a no acelerar el paso y caminar con toda la dignidad del mundo. Me repetía que yo no había hecho algo malo. Ir contracorriente es difícil.

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Siempre hay un pequeño momento en mis días en el que maldigo ser mujer, en el que odio los riesgos que me acompañan desde mi nacimiento. He aprendido a permanecer en alerta, siempre hay alguien intentando acercarse demasiado, buscando que me sienta lo suficientemente incómoda como para no reaccionar ante su comportamiento.

Años después, entre asientos de un camión en otro momento descubrí a alguien masturbándose mientras me observaba. De inmediato corrí con el chofer para que lo reprendieran de alguna forma; sólo me vio de una forma rara, como si yo lo hubiera provocado. Cuando volví la mirada ya estaba bajando por la puerta trasera. Lo mismo pasó en el trabajo, cuando muy tarde por quedarme horas extra empecé a sentir un movimiento de manos junto a mi pierna bajo la mesa. Alguien se masturbaba y cuando lo noté lo hizo más notorio, quería que viera lo que estaba haciendo. Salí corriendo.

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Y aunque el sexo es parte central del problema, la inseguridad ha sido también victimaria, como esa tarde cuando una mano grande de alguien montado en una motocicleta se lanzó hacia mi cuerpo y agarró con fuerza mi brazo. ¡Órale, hija de la chingada, súbete! ¡No te pongas de cabrona!, decían mientras me apuntaban con una pistola. Sentí que la vida se me iba. Me aferré con mi otro brazo del teléfono público que estaba a mi lado. Después de leer cómo secuestran a las chicas y lo que les hacen no pensaba soltarme.

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Para mí fue una eternidad, no entendía por qué nadie me ayudaba. Taxistas recargados en sus carros se subieron a ellos y los vendedores de puestos de dulces se escondieron ante el arma y los gritos. La luz verde les marcó el tiempo para ceder en su intento y me dejaron caer al suelo.

Siendo mujer soy cien por ciento responsable de lo que me sucede, porque así me lo busqué, es el argumento ante cualquier feminicidio, secuestro o violación.

A veces preferiría ser invisible. Aunque si lo reflexiono, en muchos instantes todo indica que lo soy como cuando en la oficina se desconfía de mis habilidades laborales sólo por ser mujer, cuando se discriminan mis interpretaciones y se reducen mis pensamientos por mi género; mis problemas personales se reducen a la frase "es porque eres mujer"; además, con un sueldo menor.

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"Tenías que ser vieja", me dijo otra mujer, y en su voz comprendí que aunque los tiempos cambian, los derechos se amplían y las oportunidades mejoran, también ellas han sido mis acosadoras y han reproducido el mensaje, la forma.

Esta historia no es solo mía, son relatos de miles. Me llamo Adriana, Paloma, Velvet. Soy Mayra, Elizabeth, Reyna o Daniela. Narro eso de todas aquellas a quienes no conozco pero comparten mis pesares y dudas, temores, fobias y, en un reducto, la certeza de que como hoy, cada año en esta fecha una ventana se abre para gritar aquello que nos violenta día con día.