/ viernes 4 de noviembre de 2022

Cuando la magia se desvanece

Sofía Stamatio

stamatio.sofia@gmail.com


Fuera de cuadro queda la molestia. En los millones de imágenes que en Instagram ilustran la #NochedeMuertos en #Pátzcuaro no aparecen los rostros irritados, la sensación de vejación, la invasión a la intimidad. Gracias al turismo depredador, cada principio de noviembre la tradición de esperar a las ánimas de los seres queridos se ha convertido en un episodio tortuoso para miles de familias en la ribera del lago.

Pátzcuaro fue nombrado "pueblo mágico" hace veinte años, y pareciera que el único resultado de la distinción es una tradición mancillada, caricaturizada, insultada. Quedan pueblos llenos de basura, de habitantes hastiados por las hordas, de ofrendas pisoteadas, de borrachos que rompen la solemnidad con carcajadas. El mágico nombramiento debería implicar la preservación de la cultura local, su difusión responsable, su promoción cuidada. Pátzcuaro y sus alrededores sobreviven mayoritariamente del turismo, es verdad, pero no debiera ser a costa de sus costumbres y de su calma. Tras la estampida de turistas que cada año vienen a pintarse el rostro de calavera y colocarse diademas de flores, quedan calles asoladas, vacías de aquella espiritualidad que se pretende experimentar. Poco resta de la sensación metafísica que todavía se respiraba apenas un par de décadas atrás. Tal vez nuestros muertos prefieran reservarse el derecho a venir: los pueblos están sobrepasados.

Si bien suele decirse que los mexicanos “nos reímos de la muerte”, en un país devastado por el dolor que han ocasionado los feminicidios, los excesos de la fuerza pública, la guerra contra el narco, los enfrentamientos armados, Ayotzinapa y Acteal, es difícil imaginarse sonrisas frente a las lápidas. Valga decir, muchas de ellas sin cuerpos.

La ceremonia del Día de Muertos, o Animecha kejtzitakua en territorio purhépecha, es compleja. Tal como lo conocemos hoy, el ritual sincrético combina creencias prehispánicas con españolas y provee de un sinfín de significaciones a una igualmente nutrida simbología a lo largo y ancho del territorio nacional. Es ya de por sí complicado explicárselo a un extranjero. Algo inmutable en todo México, sin embargo, es la ritualidad que conlleva. Es una ceremonia, no una verbena. Es un rito, no un espectáculo. Y, sin duda, no se experimenta portando una diadema de flores de papel.

Apostar por el statu quo implica el riesgo de sonar conservador. Asumirlo viene, empero, desde el convencimiento de que aquello por lo que se aboga es colectivo y también valioso. La pérdida de los usos y costumbres siempre significa muerte, muerte de sus portadores o de su lengua, muerte de sus tradiciones y de sus voces. Olvidar quiénes hemos sido no promete un futuro muy alentador. Nos deja vacíos en un presente carnívoro, feroz. Y, muy probablemente, no es esa idea de “muerte” la que los turistas vienen a celebrar.

¿Qué subyace a las multitudes de visitantes desinformados que terminan peleándose con los locales en el curso de la escena misma por la cual llegaron hasta aquí?

Atendiendo a la tesis de Hannah Arendt sobre la “banalización del mal”, parece congruente asumir que el diseño de las campañas de promoción de la Noche de Muertos en Pátzcuaro y alrededores se debe a una tendencia global por mercantilizar las “experiencias”. Es decir, tal vez no se trata de decisiones resueltamente malintencionadas, sino de seguir una moda por vender la idea de sumergirse en una cultura exótica como producto turístico.

El modelo capitalista neoliberal, enardecido por la globalización, tiende a la trivialización y la mercantilización de bienes que debieran ser protegidos. Machu Picchu, Venecia, Santorini, incluso el en apariencia inaccesible Monte Everest, son destinos turísticos en riesgo por el turismo depredador. Aunque el año 2017 fue declarado por las Naciones Unidas como "Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo", poco interés parece haber desde la esfera institucional hacia la protección de los destinos mismos y su población.

¿Qué espera encontrar ese turismo que arriba ansioso por “vivir la experiencia”? Hace un año escuché a un visitante preguntar a qué hora iniciaba el espectáculo. “Sí”, dijo, “cuando las mujeres se arrodillan y encienden las veladoras”. Fue evidente que a la mujer a cargo del acceso en el museo local le costó trabajo responder amablemente, reprimiendo las ganas de gritar.

La idea de implementar el modelo de negocio tradicional a una tradición comunitaria debería, cuando menos, salir victoriosa en un análisis entre el interés público y el privado. Debería, sobre todo, incluir en su debate a la comunidad portadora de la tradición y no estaría de más incluir al sector académico y al de la sociedad civil organizada. Se trata de políticas públicas que inciden de manera profunda y posiblemente a largo plazo en el capital cultural, turístico y económico de la población.

Greenpeace, organización internacional por la protección del medio ambiente, declara que una de sus prioridades ha sido siempre "velar porque los desarrollos de infraestructura, económicos y turísticos no deriven de la destrucción de la naturaleza ni de la violación de los derechos de las comunidades y pueblos indígenas". ¿Sabrá Greenpeace lo que pasa en la ribera del Lago de Pátzcuaro cada final de octubre y principio de noviembre? ¿Quién vela por la preservación de la cultura local frente al turismo desbordado? ¿Quién vela por estos derechos? ¿Qué nos queda por hacer?

Cuando existen más preguntas que respuestas, es imperativo reunir voces. Evaluación al término de la temporada. Foros de consulta ciudadana. Grupos focales, entrevistas a profundidad. La propia mercadotecnia, cuyo uso irresponsable puede generar procesos de aculturación pero que parece gustarnos tanto, también ha probado poseer mecanismos útiles para conocer la realidad.

Mientras eso sucede, cuando la magia de Noche de Muertos se desvanece alrededor del lago, nos quedan las calles sucias y la sensación de que nuestra casa ha sido saqueada.

Sofía Stamatio

stamatio.sofia@gmail.com


Fuera de cuadro queda la molestia. En los millones de imágenes que en Instagram ilustran la #NochedeMuertos en #Pátzcuaro no aparecen los rostros irritados, la sensación de vejación, la invasión a la intimidad. Gracias al turismo depredador, cada principio de noviembre la tradición de esperar a las ánimas de los seres queridos se ha convertido en un episodio tortuoso para miles de familias en la ribera del lago.

Pátzcuaro fue nombrado "pueblo mágico" hace veinte años, y pareciera que el único resultado de la distinción es una tradición mancillada, caricaturizada, insultada. Quedan pueblos llenos de basura, de habitantes hastiados por las hordas, de ofrendas pisoteadas, de borrachos que rompen la solemnidad con carcajadas. El mágico nombramiento debería implicar la preservación de la cultura local, su difusión responsable, su promoción cuidada. Pátzcuaro y sus alrededores sobreviven mayoritariamente del turismo, es verdad, pero no debiera ser a costa de sus costumbres y de su calma. Tras la estampida de turistas que cada año vienen a pintarse el rostro de calavera y colocarse diademas de flores, quedan calles asoladas, vacías de aquella espiritualidad que se pretende experimentar. Poco resta de la sensación metafísica que todavía se respiraba apenas un par de décadas atrás. Tal vez nuestros muertos prefieran reservarse el derecho a venir: los pueblos están sobrepasados.

Si bien suele decirse que los mexicanos “nos reímos de la muerte”, en un país devastado por el dolor que han ocasionado los feminicidios, los excesos de la fuerza pública, la guerra contra el narco, los enfrentamientos armados, Ayotzinapa y Acteal, es difícil imaginarse sonrisas frente a las lápidas. Valga decir, muchas de ellas sin cuerpos.

La ceremonia del Día de Muertos, o Animecha kejtzitakua en territorio purhépecha, es compleja. Tal como lo conocemos hoy, el ritual sincrético combina creencias prehispánicas con españolas y provee de un sinfín de significaciones a una igualmente nutrida simbología a lo largo y ancho del territorio nacional. Es ya de por sí complicado explicárselo a un extranjero. Algo inmutable en todo México, sin embargo, es la ritualidad que conlleva. Es una ceremonia, no una verbena. Es un rito, no un espectáculo. Y, sin duda, no se experimenta portando una diadema de flores de papel.

Apostar por el statu quo implica el riesgo de sonar conservador. Asumirlo viene, empero, desde el convencimiento de que aquello por lo que se aboga es colectivo y también valioso. La pérdida de los usos y costumbres siempre significa muerte, muerte de sus portadores o de su lengua, muerte de sus tradiciones y de sus voces. Olvidar quiénes hemos sido no promete un futuro muy alentador. Nos deja vacíos en un presente carnívoro, feroz. Y, muy probablemente, no es esa idea de “muerte” la que los turistas vienen a celebrar.

¿Qué subyace a las multitudes de visitantes desinformados que terminan peleándose con los locales en el curso de la escena misma por la cual llegaron hasta aquí?

Atendiendo a la tesis de Hannah Arendt sobre la “banalización del mal”, parece congruente asumir que el diseño de las campañas de promoción de la Noche de Muertos en Pátzcuaro y alrededores se debe a una tendencia global por mercantilizar las “experiencias”. Es decir, tal vez no se trata de decisiones resueltamente malintencionadas, sino de seguir una moda por vender la idea de sumergirse en una cultura exótica como producto turístico.

El modelo capitalista neoliberal, enardecido por la globalización, tiende a la trivialización y la mercantilización de bienes que debieran ser protegidos. Machu Picchu, Venecia, Santorini, incluso el en apariencia inaccesible Monte Everest, son destinos turísticos en riesgo por el turismo depredador. Aunque el año 2017 fue declarado por las Naciones Unidas como "Año Internacional del Turismo Sostenible para el Desarrollo", poco interés parece haber desde la esfera institucional hacia la protección de los destinos mismos y su población.

¿Qué espera encontrar ese turismo que arriba ansioso por “vivir la experiencia”? Hace un año escuché a un visitante preguntar a qué hora iniciaba el espectáculo. “Sí”, dijo, “cuando las mujeres se arrodillan y encienden las veladoras”. Fue evidente que a la mujer a cargo del acceso en el museo local le costó trabajo responder amablemente, reprimiendo las ganas de gritar.

La idea de implementar el modelo de negocio tradicional a una tradición comunitaria debería, cuando menos, salir victoriosa en un análisis entre el interés público y el privado. Debería, sobre todo, incluir en su debate a la comunidad portadora de la tradición y no estaría de más incluir al sector académico y al de la sociedad civil organizada. Se trata de políticas públicas que inciden de manera profunda y posiblemente a largo plazo en el capital cultural, turístico y económico de la población.

Greenpeace, organización internacional por la protección del medio ambiente, declara que una de sus prioridades ha sido siempre "velar porque los desarrollos de infraestructura, económicos y turísticos no deriven de la destrucción de la naturaleza ni de la violación de los derechos de las comunidades y pueblos indígenas". ¿Sabrá Greenpeace lo que pasa en la ribera del Lago de Pátzcuaro cada final de octubre y principio de noviembre? ¿Quién vela por la preservación de la cultura local frente al turismo desbordado? ¿Quién vela por estos derechos? ¿Qué nos queda por hacer?

Cuando existen más preguntas que respuestas, es imperativo reunir voces. Evaluación al término de la temporada. Foros de consulta ciudadana. Grupos focales, entrevistas a profundidad. La propia mercadotecnia, cuyo uso irresponsable puede generar procesos de aculturación pero que parece gustarnos tanto, también ha probado poseer mecanismos útiles para conocer la realidad.

Mientras eso sucede, cuando la magia de Noche de Muertos se desvanece alrededor del lago, nos quedan las calles sucias y la sensación de que nuestra casa ha sido saqueada.