/ jueves 8 de noviembre de 2018

El crimen cotidiano

Ayer se cumplieron 105 años del natalicio del escritor Albert Camus, quien nos legó la siguiente reflexión: “La felicidad, al fin y al cabo, es una actividad original hoy en día. Queda demostrado al tener que ocultarnos para disfrutarla. La felicidad hoy es como el crimen de derecho común: No vaya diciendo, así, sin mala intención, ingenuamente “soy feliz”. Niéguelo siempre. Porque se topará enseguida, alrededor suyo, con su condena en bocas caninas. ‘Conque usted es feliz, joven ¿Y qué piensa de los huérfanos de Cachemira, de los leprosos de Nueva Zelanda que no son felices, eh?’. Y de repente nos volvemos tristes como mondadientes. Pero a mí me parece que hay que ser fuertes y felices para ayudar a la gente en su desgracia”.

Las palabras de Camus resuenan más que nunca acertadas en nuestros tiempos, tiempos cuando nos encontramos inmersos en un mundo de redes sociales, donde se expone la vida íntima de manera jovial, siempre alegre, en particular cuando se hace de buena fe y sin ánimo de presumir. Pero en general, aunque no se suban fotos de los viajes a Facebook, de los regalos y muestras de cariño recibidas publicadas por Instagram o frases que manifiesten nuestra “docta y siempre importante” opinión en Twitter, aunque no expongamos por medio de las redes sociales que somos felices, responder que somos felices a quien nos lo pregunta suena a crimen, hablar de la existencia de un Dios misericordioso suena a pantomima, compartir de lo que alegra al corazón y le hace a uno la vida más cómoda, suena a presunción.

Cuando alguien habla de sus logros, que le va bien y que está satisfecho con la vida, las “bocas caninas” que menciona Camus empiezan a hacer ruido y le espetan a uno directo en la cara preguntas tristes y cargadas de amargura que dicen así: ¿cómo se puede ser feliz en un mundo que donde quiera que se voltee, se observa miseria?, ¿cómo se puede dormir tranquilo sabiendo que hay miles de refugiados que por techo tienen solamente la oscuridad de la noche?, ¿cómo atreverse a comer en abundancia, tomando en cuenta las muertes por hambruna que azotan al mundo?, ¿cómo explicas la existencia de un buen Dios si el mundo entero vive sumido en la desgracia?

Y las bocas caninas aúllan y se rasgan las vestiduras ante tanto despilfarro de alegría que ellos mismos no pueden concebir para sí y piensan en un interminable número de ejemplos que le remuerdan la conciencia al que expresó ingenuamente “soy feliz” porque no pueden concebir que exista algo llamado esperanza, porque la sonrisa ajena les lastima en el alma.

Pero, tal como enuncian las palabras de Camus al final de su reflexión: “Hay que ser fuertes y felices para ayudar a la gente en su desgracia” y ahí está la sutileza de saber valorar el potencial que posee la frase “soy feliz”.

En la persona feliz hay que saber reconocer a un valiente que no niega el sufrimiento, si no que supo sobrellevarlo. En una persona feliz hay que ver un modo de vida, una filosofía ante las dificultades, un alma fuerte que puede enseñarnos una pauta alternativa ante la miseria cotidiana. El que se esfuerza por ser feliz supone un trabajo más allá de lamentarse y encapsularse en las tragedias de la vida.

Pero más aún, el que es feliz está llamado a compartir dicha felicidad por medio de un testimonio de vida que puede dar aliento y fortaleza a quien ha dejado que la amargura se le enquiste en el corazón. Los felices no están llamado a llenar vacíos existenciales pero sí a entregar un ejemplo de que a pesar de lo obscuramente feo que esté el mundo y sus situaciones, siempre hay un motivo para sonreír. (M)


Ayer se cumplieron 105 años del natalicio del escritor Albert Camus, quien nos legó la siguiente reflexión: “La felicidad, al fin y al cabo, es una actividad original hoy en día. Queda demostrado al tener que ocultarnos para disfrutarla. La felicidad hoy es como el crimen de derecho común: No vaya diciendo, así, sin mala intención, ingenuamente “soy feliz”. Niéguelo siempre. Porque se topará enseguida, alrededor suyo, con su condena en bocas caninas. ‘Conque usted es feliz, joven ¿Y qué piensa de los huérfanos de Cachemira, de los leprosos de Nueva Zelanda que no son felices, eh?’. Y de repente nos volvemos tristes como mondadientes. Pero a mí me parece que hay que ser fuertes y felices para ayudar a la gente en su desgracia”.

Las palabras de Camus resuenan más que nunca acertadas en nuestros tiempos, tiempos cuando nos encontramos inmersos en un mundo de redes sociales, donde se expone la vida íntima de manera jovial, siempre alegre, en particular cuando se hace de buena fe y sin ánimo de presumir. Pero en general, aunque no se suban fotos de los viajes a Facebook, de los regalos y muestras de cariño recibidas publicadas por Instagram o frases que manifiesten nuestra “docta y siempre importante” opinión en Twitter, aunque no expongamos por medio de las redes sociales que somos felices, responder que somos felices a quien nos lo pregunta suena a crimen, hablar de la existencia de un Dios misericordioso suena a pantomima, compartir de lo que alegra al corazón y le hace a uno la vida más cómoda, suena a presunción.

Cuando alguien habla de sus logros, que le va bien y que está satisfecho con la vida, las “bocas caninas” que menciona Camus empiezan a hacer ruido y le espetan a uno directo en la cara preguntas tristes y cargadas de amargura que dicen así: ¿cómo se puede ser feliz en un mundo que donde quiera que se voltee, se observa miseria?, ¿cómo se puede dormir tranquilo sabiendo que hay miles de refugiados que por techo tienen solamente la oscuridad de la noche?, ¿cómo atreverse a comer en abundancia, tomando en cuenta las muertes por hambruna que azotan al mundo?, ¿cómo explicas la existencia de un buen Dios si el mundo entero vive sumido en la desgracia?

Y las bocas caninas aúllan y se rasgan las vestiduras ante tanto despilfarro de alegría que ellos mismos no pueden concebir para sí y piensan en un interminable número de ejemplos que le remuerdan la conciencia al que expresó ingenuamente “soy feliz” porque no pueden concebir que exista algo llamado esperanza, porque la sonrisa ajena les lastima en el alma.

Pero, tal como enuncian las palabras de Camus al final de su reflexión: “Hay que ser fuertes y felices para ayudar a la gente en su desgracia” y ahí está la sutileza de saber valorar el potencial que posee la frase “soy feliz”.

En la persona feliz hay que saber reconocer a un valiente que no niega el sufrimiento, si no que supo sobrellevarlo. En una persona feliz hay que ver un modo de vida, una filosofía ante las dificultades, un alma fuerte que puede enseñarnos una pauta alternativa ante la miseria cotidiana. El que se esfuerza por ser feliz supone un trabajo más allá de lamentarse y encapsularse en las tragedias de la vida.

Pero más aún, el que es feliz está llamado a compartir dicha felicidad por medio de un testimonio de vida que puede dar aliento y fortaleza a quien ha dejado que la amargura se le enquiste en el corazón. Los felices no están llamado a llenar vacíos existenciales pero sí a entregar un ejemplo de que a pesar de lo obscuramente feo que esté el mundo y sus situaciones, siempre hay un motivo para sonreír. (M)


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