/ martes 4 de octubre de 2022

Las madres del 68, las madres y mujeres de siempre.

Una palabra inexistente que por el dolor tan insoportable no nos hemos atrevido a nombrar es cómo se le dice a una madre que ha perdido a sus hijos o hijas, arrancados por la violencia, el homicidio, la desaparición, la migración, la pobreza, entre muchas dolencias, en los que no hay cuerpo, no hay rastros, posiblemente ya no hay olor que recordar, las imágenes se tornan sepias, grises, desgastadas, y lo poco que generaba esperanza se va agotando.

Ser madre en este país es vivir en una angustia agobiante, de sobresaltos, de estupor, de insomnios prolongados, de rezos, de oraciones, de amuletos y de todo aquello que signifique protección contra el mal, un mal que persiste y que se quiere evitar a toda costa, que se implora a la fuerzas del universo que eso no les suceda a sus seres queridos, pero principalmente a los hijos y las hijas, pero al parecer no hay protección potente contra tanto mal, el mal de todas esas personas que están entre nosotras.

La violencia no es una practica reciente, es una práctica permanente anquilosada, ejercida por distintas fuerzas, aunque todas asociadas, utilizadas, protegidas y toleradas por el Estado, llamase como se llamen, porque todas de alguna manera comparten el poder y la jerarquía, diseccionada regionalmente y también ahora hacia los cuerpos, las personas, mujeres y hombres, en ciertas edades, características, situaciones.

La violencia contra las mujeres es inmensa, pero en particular ser madre es más cruda, la desigualdad es insuperable, la discriminación es la condición política para muchas, solo siendo víctimas accedemos a cierta visibilidad, a condición de ciertos derechos humanos y de justicia.

Todo hacia las mujeres es a medias o nunca, a cuenta gotas, es morir con la esperanza incumplida de obtener lo perdido y lo anhelado, con la profunda tristeza de no haber hecho más, pensado más, presentido más, cuanto más se les pide y exige a las madres menos existen para el Estado, porque siempre han ponderables, hay justificaciones que siembran despojo para acallar lo justo.

Las madres incansables que van exigiendo por lo vital, por lo que es vida, medicinas, alimento, seguridad, salud, aborto seguro, una casa, agua, un hijo, una hija, las calles están marcadas de su reclamo que se niega al olvido y la agonía, hasta el último aliento siempre incansables, con sus zapatos gastados, polvorientos de tanto buscar, mojados de tantos temporales, timadas y engañadas, rogando recuperar a sus hijos y estos siendo desaparecidos ocultos en bodegas nauseabundas, con los ojos tapados, impávidos de angustia.

Mujeres y madres juntas haciendo las investigaciones, arrancándoles de las manos a los agresores lo que queda de sus hijas, acunando a huérfanos y huérfanas que el Estado no ve, no existen, no completando para el chivo, enlistando nombres en una hoja esperando que se haga justicia.

Y es que no somos iguales, efectivamente eso es real, la mitad de la población como dicen es menos que otras personas, es menos igual, es menos sujeta de derechos, aunque se nos dicten el discurso desgastado de siempre, ¡y si fueran nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras hijas!

Años van, décadas cambian, lo que no cambia es el dolor, la ausencia, la desgracia, el llanto, no han en quien confiar, espiadas por las fuerzas armadas, los mismos hechos solo en distintos estados y regiones, la misma muerte como imposición de un camino hacia la paz, ni esos muertos o ausentes pueden descansar, no hay dónde hacerlo, no hay tierra que aguante.

Y ahí siguen las madres, saliendo, exigiendo, impidiendo el olvido, las mujeres son vida, son reclamo, son lo justo, son la verdad, son décadas de ignominia, reconozco que no es lo mismo, pero tampoco puedo distinguir que es lo diferente, nuestra demanda en solo una, ¡¡¡JUSTICIA!!!

Una palabra inexistente que por el dolor tan insoportable no nos hemos atrevido a nombrar es cómo se le dice a una madre que ha perdido a sus hijos o hijas, arrancados por la violencia, el homicidio, la desaparición, la migración, la pobreza, entre muchas dolencias, en los que no hay cuerpo, no hay rastros, posiblemente ya no hay olor que recordar, las imágenes se tornan sepias, grises, desgastadas, y lo poco que generaba esperanza se va agotando.

Ser madre en este país es vivir en una angustia agobiante, de sobresaltos, de estupor, de insomnios prolongados, de rezos, de oraciones, de amuletos y de todo aquello que signifique protección contra el mal, un mal que persiste y que se quiere evitar a toda costa, que se implora a la fuerzas del universo que eso no les suceda a sus seres queridos, pero principalmente a los hijos y las hijas, pero al parecer no hay protección potente contra tanto mal, el mal de todas esas personas que están entre nosotras.

La violencia no es una practica reciente, es una práctica permanente anquilosada, ejercida por distintas fuerzas, aunque todas asociadas, utilizadas, protegidas y toleradas por el Estado, llamase como se llamen, porque todas de alguna manera comparten el poder y la jerarquía, diseccionada regionalmente y también ahora hacia los cuerpos, las personas, mujeres y hombres, en ciertas edades, características, situaciones.

La violencia contra las mujeres es inmensa, pero en particular ser madre es más cruda, la desigualdad es insuperable, la discriminación es la condición política para muchas, solo siendo víctimas accedemos a cierta visibilidad, a condición de ciertos derechos humanos y de justicia.

Todo hacia las mujeres es a medias o nunca, a cuenta gotas, es morir con la esperanza incumplida de obtener lo perdido y lo anhelado, con la profunda tristeza de no haber hecho más, pensado más, presentido más, cuanto más se les pide y exige a las madres menos existen para el Estado, porque siempre han ponderables, hay justificaciones que siembran despojo para acallar lo justo.

Las madres incansables que van exigiendo por lo vital, por lo que es vida, medicinas, alimento, seguridad, salud, aborto seguro, una casa, agua, un hijo, una hija, las calles están marcadas de su reclamo que se niega al olvido y la agonía, hasta el último aliento siempre incansables, con sus zapatos gastados, polvorientos de tanto buscar, mojados de tantos temporales, timadas y engañadas, rogando recuperar a sus hijos y estos siendo desaparecidos ocultos en bodegas nauseabundas, con los ojos tapados, impávidos de angustia.

Mujeres y madres juntas haciendo las investigaciones, arrancándoles de las manos a los agresores lo que queda de sus hijas, acunando a huérfanos y huérfanas que el Estado no ve, no existen, no completando para el chivo, enlistando nombres en una hoja esperando que se haga justicia.

Y es que no somos iguales, efectivamente eso es real, la mitad de la población como dicen es menos que otras personas, es menos igual, es menos sujeta de derechos, aunque se nos dicten el discurso desgastado de siempre, ¡y si fueran nuestras madres, nuestras hermanas, nuestras hijas!

Años van, décadas cambian, lo que no cambia es el dolor, la ausencia, la desgracia, el llanto, no han en quien confiar, espiadas por las fuerzas armadas, los mismos hechos solo en distintos estados y regiones, la misma muerte como imposición de un camino hacia la paz, ni esos muertos o ausentes pueden descansar, no hay dónde hacerlo, no hay tierra que aguante.

Y ahí siguen las madres, saliendo, exigiendo, impidiendo el olvido, las mujeres son vida, son reclamo, son lo justo, son la verdad, son décadas de ignominia, reconozco que no es lo mismo, pero tampoco puedo distinguir que es lo diferente, nuestra demanda en solo una, ¡¡¡JUSTICIA!!!